Esta vez sí, a las cinco y media
nuestro chófer, Gildo (Hermenegildo en su casa), estaba en la puerta
esperándonos. El guarda nos hizo enseñar el recibo para dejarnos
salir, repostamos, nos despedimos del somnoliento logista que nos
había preparado los pertrechos para el safari, y por fin salimos.
Hasta Chokwe, prácticamente sin
novedad. En el mercado nos hicimos con algo de cuerda para asegurar
dos bidones algo inestables de diesel en la parte de atrás y nos
encontramos con nuestro enlace romano.
Nuestra oficial de higiene preferida
pidió media vaca con patatas, a saber cuándo íbamos a volver a
comer. Mientras intercambiamos impresiones con la expedición que
Pigi (Pier Luigi en su casa) dirigía de camino a casa.
- Me he pasado cuatro meses allí.
Pero es hermoso Machaila -afirmaba mientras se quitaba sus gafas de
veraneante nocturno en Lloret-. Un cielo impresionante, el campo, la
tranquilidad, un lugar donde tomar una cerveza helada. ¿Qué más
se puede pedir después de venir de Sudán del Sur?
Después de discutir sobre la
procedencia del trozo de vaca y apurar el té, encaramos las red de
carreteras secundarias mozambicana, en busca de aquel Edén.
Atravesando el Limpopo, una línea de ferrocarril se unió a
nosotros, como un pasamanos. El tren llegó a una estación, donde
devoramos una naranja, único bocado programado para ir
acostumbrándose a los rigores esteparios. La carretera pronto entró
en obras, con lo que discurrimos observando los procedimientos
constructivos viarios, hasta que se acabó el presupuesto, justo al
entrar en el distrito de Chigubo.
Con las fuerzas justas y el sol
apagándose, llegamos a Machaila. El tiempo contado para desmontar el
vehículo y montar nuestros catres de campaña, e introducirlos ya a
tientas en una tiendas que la providencia había dejado instaladas.
Cuando el generador acabó su
asignación diaria de combustible, contuvimos el aliento y nos
introdujimos en las tiendas, a esperar el amanecer bajo tres mantas.
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