miércoles, 24 de septiembre de 2014

Juan, un restaurador en el exilio

Juan nos identifica rápidamente, nada más apartar con el machete a los vendedores de recuerdos caboverdianos importados desde Senegal que se han instalado en la plaza. Después de ocho años regentando el bar de paredes de troncos y techo de paja, sirviendo atún y peixe serra día sí y día también a los turistas que llegan hasta la antigua capital del archipiélago, ha desarrollado un sexto sentido para detectar a sus compatriotas.

- Así que este se queda trabajando y ustedes se van para para la península. No se preocupe usted, señora, que se lo vamos a cuidar bien.

Cuando acaba de pelearse con las cocineras y camareras, siempre en perfecto español porque a su edad no tiene sentido aprender portugués y menos el criollo, se abre una Mahou, como para recordar otros tiempos, y se sienta con los españoles rezagados por el mundo, a ver qué noticias le traen a aquel canario que cambió de islas tiempo atrás.

- ¿Para qué coño quiero yo ocho kilos de pulpo?

Es muy pesado tener que estar peleando cada día con los indígenas, sobre todos los pescadores que le llevan la materia prima, obstinados como están en no aprender la lengua del imperio. Y eso que el castillo de arriba de la montaña se hizo a pachas con Portugal, cuando sí que éramos una, grande y libre. ¡Qué tiempos! Por ahí llega el señor de la camiseta de polo con la bandera española y las sandalias con cintas rojigualdas, otro exiliado. Como el grupo de valientes marineros de nuestra gloriosa Armada, de paseo por estas costas, o la feliz pareja gallega con su guía para recién casados mochileros. Todos conocen a Juan y a su pequeña embajada-chill out embarrancada en la playa, siempre con su hilo musical de grandes éxitos del pop internacional interpretados con la flauta de pan andina.

De fondo, unos niños jugando a la pelota, zambulliéndose en el agua, un barco que llega despacio a la arena, con más pulpo todavía para Juan, unas palmeras escondiendo glorias pasadas de rutas hacia otras tierras. La tarde se pierde tranquilamente en el horizonte, exiliados un día más en el Trópico.

miércoles, 17 de septiembre de 2014

Olindo, un chófer playero

Olindo es un chófer de primera, dejémoslo claro desde el principio. Nos recibe con su cartel de Girassol Tours, el gran emporio turístico del archipiélago, a la salida del ferry que nos trae desde Santiago hasta Maio. Allí está, al final del muelle hecho a medida del único bajel que atraca donde antaño el inglés abasteciera de agua sus navíos, con la misma ilusión que cualquiera en la terminal internacional de Heathrow con el mismo cartel en sus manos.
- Oiga, ¿este transporte es para nosotros?
- Bueno, quizás. Yo espero a un grupo de cinco personas.
- En ese caso, no. Somos siete.
- Bueno, pero les puedo llevar igualmente.

Al ser inquerido por el precio, se hace el remolón y nos lleva a un aparte. Joder, Olindo, no te pases, que no estás pegando un sablazo de aquí te espero. Nada, seguimos nuestro camino hasta el hotel.

El grupo de cinco en realidad era de siete, algo de lo que nos damos cuenta al llegar a lo alto de la pintoresca villa, confuçao. Así que nos hemos marcado la travesía del desierto como la haría el maestro Topanich. Olindo, compinchado con nuestra querida hotelera local, sabe que caeremos en sus garras, tarde o temprano.

- Señora, ¿y aquí cómo se mueve uno?
- Lo mejor es contratar un transporte privado que les haga un tour de 24 horas.
- ¿Y usted conoce alguno?

Vaya que si lo conoce. Olindo ya está estacionado en la puerta, esperando a sus presas. Mientras aceptamos la realidad, desayunamos un pan con mantequilla gracias a los oficios de la reencarnación de Josephine Baker, que ha abierto un garito en un contenedor reutilizado, frente a nuestro hotel, con todo el encanto del mundo. Josephine nos prepara unos bocadillos y sin darle más vueltas nos vamos a explorar Maio con Olindo.
Olindo es un amante de la playa, en realidad se ha montado este negocio para estar cerca del mar y no dentro de una barca, que es lo que hacía antes. Así que, casi antes de salir del pueblo, ya hemos vuelto a aparcar, para ver la primera de ellas, junto a un par de empredimientos turísticos topanistas, que serían un insoportable orgasmo para cualquier okupa. Decenas de apartamentos abandonados esperan que Olindo les lleve turistas, pero nada, las hordas siguen ocupando Barcelona.

Olindo decide que quiere ir a ver a su madre, así que nos lleva a la siguiente playa, donde nos abandona por un rato y aprovechamos para dar cuenta de los bocatas de Josephine, que cocina mejor que cantaba en la otra vida. El típico 'tiempo libre' de las excursiones organizadas, lo normal. Para solidarizarse, se da un baño con nosotros, antes de llevarnos al siguiente punto. Como le viene de paso, saluda a su mujer, que no nos saluda a nosotros, pese a ser compatriotas. Mal rollo, 'luego hablamos, Olindo, que me tienes contenta con la furgoneta'. En la siguiente ensenada, el tema es 'la pesca del buzio', y nuestro chófer insular nos muestra como una legión de pescadores se pasan el día al sol para sacar una especie de almeja antediluviana del interior de esas caracolas que tienen el mar dentro. Cuidado con poner la oreja la próxima vez.
Olindo nos lleva ahora al desierto, a ver las dunas. Pequeño motín a bordo del vehículo, los 35 grados y 100% de humedad no invitan a ir a ver el pozo de agua salobre, minado a su alrededor por la ganadería de la isla. Olindo, un tipo observador, reacciona rápidamente, y nos conduce a Praiona, pequeño paraíso para estas emergencias. Olindo nos acompaña en un chapuzón que se alarga hasta que se va la luz.

Como Olindo es un tipo que cumple, decide acabar la vuelta a la isla, que no se diga de la seriedad isleña. Uno a uno, aunque sea a oscuras, entramos en todos los pueblos de nuestra ruta, en los que damos el preceptivo paseíllo. No sabemos si es una costumbre local, ni si nos enseña cada villorrio o, al contrario, nos enseña al personal del villorrio, para que puedan hablar de algo aquella noche.

Olindo, nuestro chófer playero, nos devuelve a nuestra casera, sanos y salvos y con el tour cumplido tal y como fue contratado, justo a tiempo para encargar la cena a Josephine. 

martes, 16 de septiembre de 2014

Adérito, un casero en la sombra

Empezamos aquí una serie dedicada a nuestros personajes caboverdianos preferidos, inaugurando también el relato de una aventura que nadie sabe hasta dónde llevará, de nuevo en África, las tribulaciones topanistas. Sí, después de un oscuro período de silencio, volvemos a la carga, otra vez tocando el paralelo 15 norte.

De Adérito sabemos poco. Algunas epístolas electrónicas, una llamada en medio de uno de aquellos balnearios que frecuentaba Goethe, aprovechando una generosa red de wi-fi. Lo justo para confirmar que el apartamento en el condominio 'Ondas do Mar', está a nuestra disposición. Todo gracias a que el que iba a ser el jefe de la misión en ultramar a la que nos han destinado, abandona el barco, y nos cede el nido, con piscina incluida. Adérito es considerado, eso sí, nos manda a su mano derecho en la isla, Nelson, que después de algunas llamadas nada más llegados al aeropuerto Nelson (también) Mandela, logra localizarnos. Adérito no está en el país, anda por Lisboa por negocios, de lo que deducimos que es una persona muy ocupada y de cierta relevancia.

Nelson nos conduce, con su colega discotequero de copiloto ('el jefe me ha mandado a buscar a esta gente y me tienes que acompañar, cúrratelo, bien que te llevo yo siempre a casa por la noche'), por la carretera que rodea la bahía hasta el condominio. El Ondas do Mar sería el ejemplar típico en Lloret de Mar, pero con aquellos detalles propios de la arquitectura africana que hacen inconfundible a los edificios de más de una planta del continente: pasillos desproporcionados, por los que puede desfilar un pelotón de a ocho, ascensores que se paran entre piso y piso, balcones para bailar que no miran a ninguna parte, persianas que nadie recuerda cuándo se estropearon, repertorio de muebles con volutas Luis XIV junto a IKEA y otros rollo rústico. Y claro, bienvenida de cucarachas y eternos apagones. Con el apagón se va la luz, todo por el mismo precio, que Adérito, un tipo que sabe negociar, no acepta rebajar ni un escudo, en medio de una violenta discusión en la campiña germánica. Existe también la versión 'ha vuelto la luz pero se ha jodido la bomba y no hay agua, y no sabemos ni quién ni cuándo la reparará'. Y no le pregunten al guardia, sigue durmiendo desde ayer en su garita, desnucado.

Si fuera por Adérito, un tipo previsor, que nos ha dejado 10 juegos de toallas y sábanas de su abuela, tendríamos un generador como el chill-out sushi-bar de la esquina, pero eso ya no dependen de él, sino del condominio. Algún día saldrá de las sombras, esperemos que nosotros también, y le conoceremos.