
La inevitable turista alemana (esto es un pueblo con tensón!) nos indicó la ruta hacia las cuevas, una vez habíamos escalado la cima a golpe de chancleta y curiosidad. Se mascaba la tragedia, porque hasta aquel momento, el recorrido tampoco valía los 80 laris negociados nada más salir del metro con el primer taxista que encontramos. Una vez encaminados, cada celda nos fue mostrando un pequeño lugar en el mundo, repletos de frescos y vistas a la inmensidad de la estepa asiática, buscando el Mar Caspio.
Pero no hace falta ir a David Gareja, Tbilisi le deja a uno algo tocado, precisamente por haber encontrado una de esas ciudades repleta de rincones, de patios con sillas llenas de gente bebiendo Kazbegi al fresco de la tarde; de balcones de cenefas de madera, curvados hasta la extenuación; de balcones con rejas imposibles; de vistas a un río que no quiere irse de la ciudad.
Al atardecer, tampoco nosotros queremos irnos, pero mañana nos espera el Cáucaso, rumbo a Kazbegi (no la cerveza sino la ciudad). Nos vamos sabiendo que hemos encontrado un lugar en el mundo, donde es fácil sentarse y ser invitado por la parroquia local a una ronda más, y acabar hablando todos en georgiano.
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