No hay viaje que se precie que no contengan una etapa ferroviaria. Allá vamos, puntuales en la estación para pelearnos con la máquina dispensadora de billetes para Meknès. Por suerte, un diligente funcionario sin gorra de plato nos ayuda a descifrar el mecanismo para conseguir nuestros pasajes, sin tener que seguir la cola que rodea el hall para obtenerlos en taquilla, como manda Alá.
Nos instalamos en segunda clase y después de dormitar brevemente, aparecemos en la ciudad imperial. Todo parece indicar que esta vez es mejor tomar algún tipo de vehículo para llegar de la estación a la medina, si es que queremos completar nuestro recorrido en un día y no tener que probar la oferta hotelera local. Después de algunas pesquisas y de dar el alto a taxis repletos hasta la bandera, el número 3 nos lleva casi hasta la gran plaza. Es hora de comer, nos deshacemos hábilmente de camareros armados con cartas plastificadas que se avalanzan sobre nosotros, y nos decidimos por el único que no nos da la chapa. Buena elección, tres platos que parecen iguales pero que se identifican con nombres diferentes, misterios de la gastronomía local.
De ahí al museo Dar Jair, espectacular edificio que da cuenta de lo reducido del presupuesto nacional en lo que a restauración y conservación de las Bellas Artes se refiere. Un amable funcionario, que nos aclara que no quiere bronca y que todo tranquilo al enseñarnos la primera tienda de artesanías locales, nos deja en otra no menos espectacular madraza, con grupo de italianos incluido por el mismo precio.
Sólo a nosotros (y a nuestros amigos italianos) se les ocurre darse una vuelta por los callejones de un zoco con todas sus tiendas cerradas. Nos conformamos pensando que es una visión alternativa y que así lo hemos visto más rápido, imaginación no nos falta.
De vuelta a la plaza, nos deleitamos con las estampas de mil personajes envueltos en la luz del atardecer de un océano no tan lejano, esperando a retratar cansados corceles con niños a sus lomos, contando cuentos a un corrillo de divertidos transeúntes, encantando serpientes, sacando brillo a sus baratijas, limpiando zapatos hasta desgastarlos.
Un paseo por la avenida nos devuelve a la estación, sorprendidos por el trajín nocturno al acabarse la oración del viernes. Con algo de retraso, un tren de camarotes, con viajeros somnolientos y escondidos entre decenas de paquetes, nos devuelve al hogar.
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