En los países civilizados, cuando saben
que uno va a llegar, sacan el tractor y le limpian el área de
pic-nic que prevén va a ser utilizada. Para algo paga uno sus peajes
y esas cosas. Localizamos las salinas de su Majestad, uno de esos
lugares utópicos arquitectónicos, donde uno se imagina al señor
arquitecto marcando con una tiza un semicírculo en medio de la
campiña y proyectando una fábrica para conseguir sal a partir de
la salmuera transportada en tuberías hechas con troncos de árboles,
como lo hubiera hecho Pablo Mármol. La nouvelle cuisine francesa no
habría existido, seguramente, sin el arquitecto y su tiza.
El señor del tractor acaba su faena,
afeitar el campo, marcando bien los contornos entre las mesas de
campaña para que luzca nuestro festín. Esperamos con paciencia que
acabe el rasurado y nos damos a los filetes de nuestro proveedor
preferido en el país vecino.
Vistas la salinas y devorados los
filetes, dada cuenta de los sublimes caldos de ocasión, nos damos a
localizar la base de operaciones campista. En breve nos ponemos de
acuerdo con el primo de Astérix y su señora admistradora, no hay
problema para establecerse junto al lago. Seguimos fielmente las
instrucciones de la tribu Quechua y en un periquete la tienda se alza
ante nosotros. ¡Prueba superada! Mañana nos espera el maestro y
iglesia de calendarios de caja de ahorros.
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