Sigue nuestra tournée arquitectónica,
y pasamos del Siglo de las Luces al movimento moderno, dice nuestra
guía de cabecera. Aparcamos al pie de la colina, junto al convento
post-moderno, y nos dirigimos al tótem de calendario que hemos visto
toda nuestra vida colgado de alguna pared. Existe, está ahí, esa
iglesia mil veces mal copiada en tantas parroquias de barrio con
ínfulas artísticas. Las monjitas nos dejan entrar después de
darnos el preceptivo sablazo, que no da derecho ni a un planito ,
aunque el lugar tampoco da para perderse.
Cuando el concierto en la capilla
acaba, los turistas, nipones y occidentales, nos entregamos al
fusilamiento de cada rincón y cada detalle del maestro, desde el
gotelé hasta los confesionarios búnker, pasando por las bancos de
hormigón armado con atril de acero AISI 314. Mientras, las monjitas
se dan al espumoso de la región en la carpa que han instalado en la
puerta, y dejan hacer a las hordas, como si se tratara de una rutina
ancestral.
Nos dirigimos, ahítos de movimiento
moderno, al lago de Ronchamp, a compatir con la otra parroquia local
un sábado de asueto. Filete y siesta en la hierba, vamos cogiendo la
mejor perspectiva de este país horizontal, que huele a verde y a
buen vino.
Por la tarde, nos sobra un rato para
pasear por Mulhouse y seguir con el tour arquitectónico, esta vez en
un conjunto de casas de barrio de extrarradio modernetis, del que no
sabemos si sus ocupantes serán muy conscientes. Cervecita en la
plaza gótica, habiendo inspeccionado previamente las cartas de todas
las terrazas para tener idea de la magnitud de la inversión, y de
nuevo a nuestra carpa, a descansar sobre nuestra gran adquisición
hinchable.
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