Una vez abandonado el campamento en las Galias, cruzamos definitivamente a Helvetia. Con Zúrich en el horizonte, volvimos sobre nuestros pasos y esta vez entramos por la puerta correcta, donde gentilmente nos pusieron el distintivo de contribuyentes a la red pública de autopistas, con un número trece del año bien visible en el parabrisas.
Al poco rato estábamos en la ciudad de las finanzas, el país no da para largas odiseas, la verdad. Aparcamos junto al lago, devoramos el preceptivo bocadillo de supermercado adquirido junto a la gasolina algunos kilómetros antes, y como Cenicienta, se nos dio cuatro horas para adentrarnos en la urbe. Como el país, paseo breve, y al final un pequeño homenaje al maestro Le Corbusier en la otra orilla del lago, en uno de esos parques con urinarios públicos dignos de la nave Enterprise, césped tipo Wimbledon, cuerpos Danone aprovechando los últimos rayos de sol veraniego en los Alpes y algún recién llegado organizando su barbacoa.
Camino a Vals, a nuestra guarida en las montañas. La oscuridad se cierne sobre nosotros y olvidamos que el navegador puede tener un horario para funcionar correctamente. Después de dos horas de camino entre desfiladeros de calendario, resulta más difícil encontrar el 153 de Valléestrasse en un villorrio de vacaciones somnoliento que haber llegado hasta allí. Preguntas a los pocos transeúntes en algo parecido al protoalemán, imposible de reproducir aquí. Cuando todo parece perdido, las indicaciones de nuestro contacto coinciden con una casa al final de la calle. Tensión, suspense. La caja superior izquierda, un código, una combinación de números sobre cuatros ruedas dentadas. Al colocar el cuarto, la puertecita de la caja metálica se abre y deja ver su interior con la llave del apartamento dentro.
Una pasta para celebrar la hazaña de nuestro espía preferido y a dormir, que mañana hay que estar despiertos para darse ese lujo prometido.
Al poco rato estábamos en la ciudad de las finanzas, el país no da para largas odiseas, la verdad. Aparcamos junto al lago, devoramos el preceptivo bocadillo de supermercado adquirido junto a la gasolina algunos kilómetros antes, y como Cenicienta, se nos dio cuatro horas para adentrarnos en la urbe. Como el país, paseo breve, y al final un pequeño homenaje al maestro Le Corbusier en la otra orilla del lago, en uno de esos parques con urinarios públicos dignos de la nave Enterprise, césped tipo Wimbledon, cuerpos Danone aprovechando los últimos rayos de sol veraniego en los Alpes y algún recién llegado organizando su barbacoa.
Camino a Vals, a nuestra guarida en las montañas. La oscuridad se cierne sobre nosotros y olvidamos que el navegador puede tener un horario para funcionar correctamente. Después de dos horas de camino entre desfiladeros de calendario, resulta más difícil encontrar el 153 de Valléestrasse en un villorrio de vacaciones somnoliento que haber llegado hasta allí. Preguntas a los pocos transeúntes en algo parecido al protoalemán, imposible de reproducir aquí. Cuando todo parece perdido, las indicaciones de nuestro contacto coinciden con una casa al final de la calle. Tensión, suspense. La caja superior izquierda, un código, una combinación de números sobre cuatros ruedas dentadas. Al colocar el cuarto, la puertecita de la caja metálica se abre y deja ver su interior con la llave del apartamento dentro.
Una pasta para celebrar la hazaña de nuestro espía preferido y a dormir, que mañana hay que estar despiertos para darse ese lujo prometido.