sábado, 8 de diciembre de 2012

El final de la escapada

Por el bosque deambulan unos hombrecillos, acompañados de su prole, pertrechados con jergones de última generación. Se les distingue entre la espesura por los vivos colores de sus atuendos, bien diferentes a las divisas indígenas, y por sus trenzas que nunca conocieron la dictadura del peine. Se cuelgan de las rocas de color rojo, con las manos embadurnadas de un polvo mágico de color blanco, y a mitad de ellas se dejan caer sobre esos colchones, convenientemente depositados a los pies de su ascensión. Lo intentan en todas las posiciones, hablan con las piedras, las miran, se conjuran contra el frío que deja ateridas sus manos. Algunos incluso firman ese reptar por las hendiduras de las moles de granito, llenando la tarjeta de memoria de batacazos en todas las posturas y desde todos las alturas posibles.
Suponemos que es un ritual, repetido hasta entrar en trance (quizás por los golpes en la cabeza), incomprendido para los no iniciados. Seguramente se ha conservado entre el follaje desde tiempos inmemoriales, transmitido de padres a hijos para sobrevivir en medio de las esbeltas coníferas y ausente a las miradas de los turistas buscadores de otros restos del pasado.

- Estoy seguro de que es por allí. 

El grupo sigue al guía, experto conocedor de estas selvas serranas. A la media hora de ascensión, donde debería haber un frondoso valle, encontramos un páramo. Gracias a los satélites que cruzan el cielo, no cunde el desánimo, y, afortunadamente, las líneas eléctricas nos devuelven a la civilización, regalándonos un hermoso atardecer con Albarracín al fondo, absortos por la demostración artística de nuestros antepasados neolíticos. 

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