De aquí a unas décadas veremos las obras de estos años con la condescendencia propia del tiempo pasado, y los delirios de grandeza que nos asaltaron en un momento dado con algo de sonrojo. Veremos los pavellones acristalados, vacíos y más inmensos que nunca, con algo de pesar, por todo lo que pudimos hacer en vez de meter en una caja metálica con forma hiperbólica, tanto aire y tantos metros cuadrados, de la mejor huerta del mundo, si hablamos de Valencia.
Hoy hemos estados en uno de esos sitios que al final le gustan más a los mayores que a los niños, aunque sirvan de excusa para sufragar el sablazo. Como si fuera el jardín privado de un ricachón extravagante, nos hemos deleitado con las bellezas de los sietes mares en l'Oceanogràfic. Los delfines, a la altura de las circunstancias, como todas las reproducciones de Niemeyer que salpican el lugar.
Lo mejor, el arte de las morsas para perpetuar la especie, aunque sea a orillas del Mediterraneo, a veinte grados un tres de enero.