sábado, 14 de agosto de 2010

Un trocito del Caribe


Jürgen Schmidt, informático de mediana edad de Múnic, padre de dos hijos y esposo de Silke, estaba pletórico: por fin podía volver, veinte años después, la Georgia que dejó atrás en su juventud. Subir las montañas, ver salir a los niños por las ventanas de los buses, practicar el ruso, indignarse con los impresentables de Metro Turizm Bus Line y llamarles a voces en medio de Batumi, e incluso interpelar al policía de aduanas que reducía a grito pelado a la avispada georgiana que intentaba saltarse la cola para salir de Turquía.
Esta era la Georgia que Jürgen estaba esperando, nada había cambiado. Una vez nos bajamos del bus de línea que nos ayudó a hacer el trayecto desde la frontera hasta Batumi, dejamos a los Schmidt que disfrutaran a sus anchas y a su manera de Georgia, no íbamos a ser nosotros quienes les cortaran el rollo.

Batumi es, claramente, un trocito del Caribe en el Mar Negro. O de Granada, la de Nicaragua, para quien haya estado, con sus casas de color pastel, decadentes; su tren, en pie más por voluntad propia de cada vagón que por otra cosa; su espíritu diletante, su humedad, su lago de agua salada, que es a estas alturas el Karadeniz, justo cuando la costa ya se dirige hacia el Norte y nos deja ver atardeceres como los que se encuentran por aquellas latitudes.
Hasta tiene aquellos ferries que conducían dos viejos marineros rusos, salían del malecón y te llevaban hasta San Carlos, el mismo modelo, tovarich. Me ha parecido verlos fumar en su balcón y ver caer la tarde, mientras las bañistas volvían de la playa, como hacían en aquella calle de Granada.

En este caso, parece que será difícil que nos lleven hasta Crimea, mañana intentaremos resolver esa etapa, antes de dirigirnos a las montañas en el tren de la noche, vía Tiblisi.

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